Vivimos en un tiempo donde la apariencia pretende serlo todo. Nuestra sociedad resbala, en efecto, continuamente desde lo icónico a lo idolátrico. Padecemos, entonces, un totalitarismo renovado: «el totalitarismo de lo aparente». Todo vale —se cree— según y en tanto lo que aparenta, ni más ni menos. El criterio de valor es lo aparente que algo resulta ante nuestros seducibles y vulnerables ojos. Esto no comporta sólo un relativismo valorativo o axiológico, un situar cualquier valor en un determinado sujeto, hasta aislarlo de la realidad. Es, también, un reduccionismo, al concentrar todo valorar en la mera manifestación o aparecer materiales, en la pura presencia externa de las cosas ante el sujeto, en el mero efecto representativo —el eco de la imagen— que producen al verse captadas o percibidas en su aspecto exterior.